martes, 16 de febrero de 2010

Andres Bonvín

EL EDITORIAL
(Publicación Libre y Colectiva Pluricultural e Internacional)


MANUAL DEL PERFECTO IDIOTA
por Andrés Bonvin


Filosofando, debatiéndose mi Yo interno con la profunda Desilusión que día a día se alza más y más frente a las Sensaciones dejándolas atónitas, sean bellas u horrendas, y que no por nada son alimento de esta Desilusión las acciones de todos los días, los juicios y los prejuicios y, finalmente, los pensamientos -de los cuales se desprenden todos los precedentes-, así, de la meditación nacida del mundano hastío y del personal ocio, preguntándome la o las Causas que nos condujeron como padres despiadados a un costado del camino y allí, sin más, nos abandonaron en tan oscuro y confuso paraje de la historia del humano, así, pude ver que siempre ha sido igual, que jamás ningún padre invisible nos soltó de la mano en tan inquietante lugar sino que, primitivos, somos Huerfanos del Todo o Hijos del Invisible. Porque el humano de ayer y de hoy no ve más allá de lo que sus ojos le muestran, porque en el humano, como dijo un día William Blake el amor sólo busca complacerse a sì mismo, y encadenar al otro a su propio deleite... Pero partamos desde el principio, que quien se inicia en medio de la carrera viene cargado de nuevas esperanzas y energías, pero menos conoce el suelo y sus asperezas.
A continuación, para una mejor lectura del mismo, olvidese de usted mismo para contemplar al resto o, al menos, al que tiene a su lado o, mejor aún, mírese usted mismo, dése un vistazo por sobre la superficie, tocando lo sutil, y así vea lo torcido del camino por el que la humanidad se anda arrastrando. Sí, hágase por unos momentos a un lado, quítese el prejuicio de encima y muestre su fragil desnudez para que no caiga en la tentación de condenar estas palabras… vamos, que nadie lo está mirando.
La primer sensación que nace de uno, incluso venga incorporada con el cuerpo, acaso impregnada en el alma, es el amor propio que en unos se manifiesta con más fuerza y en otros, los menos, de manera casi imperceptible a través de sus palabras y sus actos, que, valga el enredo, son la acción de las palabras; pero hasta el más desapegado, el menos codicioso, no esta exento de esa primitiva sensación que es patrimonio no sólo de la inteligente humanidad sino de la vida entera.
Nace de este amor propio una adicción a la alegría, al placer que es el motor, la energía con la que se mantiene atada la vida. Pero al que vive en la tristeza, quien a cada paso no encuentra más que dolores o inesperadas sorpresas se le vuelve espesa corriente el camino, atrapado en medio de la vida y la muerte; como inmóvil en medio de una calle transitada por discapacitados y ciegos, así quien le dedica al pensamiento la vida, así quien persigue un sueño que nació del rencor o la ingrata malicia. Como el caprichoso niño que llora porque se le niega o carece del fruto de sus deseos, ya sea un juguete o una simple canción de cuna, el hombre maduro reniega cuando se ven frustrados sus más diversos anhelos, sean tanto humildes como fantásticos.
Mi deseo, como el de muchos otros, fue siempre, al contemplar la maldad y la injusticia con que se rige el humano, el de un mundo envuelto en la paz que trae la complacencia -o la complacencia que trae la paz-, pero ya todo aquello es rigurosa utopía que poco a poco se olvida en un rincón de mi psiquis turbulenta y que sólo tiene mi atención cuando, como la anciana que recuerda la juventud a través de las fotografías amarillentas, se abre ese cajón que contiene todos los sueños de uno, las desilusiones, las desesperanzas, los desencuentros, los amores, todo aquello lo contiene, todo medio mezclado y hecho pedazos. Muchos, quiza todos, hemos pasado por esto, de esto se trata la vida, o al menos así parece, de una constante batalla entre la tristeza y nuestro amor propio, que no nos permite mirar hacia el prójimo sin antes asegurarse de que todo este en orden con nosotros mismos. Algo que podría decirse con bella metáfora: Sanaré mis heridas, luego ahogaré tus penas.
¿Y quién no imaginó un día una latinoamérica unida, quien no fue un San Martin o un Guevara en su pensamiento? Pues la costumbre es hermana del humano, y por eso se siente uno hermanado con quien comparte ciertos gustos o, por mejor decirlo, costumbres, como el idioma o la adicción al arte o una droga, todos sabemos que más refleja el espejo que el agua y que el agua menos confunde las cosas que el roble, entonces se consuela uno con otro que comprende su sufrimiento y no con quien nada comprende, sí, por eso me refiero a una latinoamérica unida, por el idioma y la estrecha y antigua relación que mantenemos antes del siglo XV, pero imagínese usted algo mejor aún, imagine un mundo sin fronteras, no me refiero a un monopolio chino, yankee o inglés, no se confunda, me refiero a un mundo que comparte no un idioma sino las mismas creencias, los mismos deseos... ¿Quienes serían los hambrientos? ¿Quienes los tristes desauciados del contento? ¿Dónde se escondería la tristeza?
Pero, volviendo a la realidad, que duerme alejada de ese sueño de locos... ¿Qué hacer? ¿Alimentar al hambriento? ¿Para qué? ¿Para que con la panza llena vaya a beberse la limosna con sus amigos o acumular rencores contra el hombre dorado, para que el niño indigente salga del comedor con una sonrisa y lo encuentre a su padre en la esquina, hostil y hasta envidioso, y lo mande a pedir puerta por puerta porque él no tiene más fuerzas? No, señor, ya mis esperanzas de joven, mis fanstasías de inocencia se acabaron en el preciso momento en que la vida misma, esa vida que tantas veces creí poder salvar, me convenciera de que todo está y, desde un principio estuvo, perdido.
¿Las guerras? Para aplacar las guerras primero es preciso asesinar el Hambre y luego, como si aquello fuera posible, deberíamos sacrificar la propia y la ajena Codicia.
¿Qué hacer, entonces? ¿Comprar una escopeta de doble caño y disparar a diestra y siniestra? ¿Estallar una bomba biológica en cada una de las capitales del mundo? No, no... ¿Entonces...? ¿Regalarme a una profunda e interminable desilusión, inmóvil y olvidado del mundo o al margen del mismo hasta que un deseo ajeno se cruce con el mío o con mí mismo?
El pueblo llora por sí mismo, se agita por sí mismo y por sí mismo entristece.

Pongamos por ejemplo al señor K, él fue un joven como todos, lleno de esperanzas y juveniles fuerzas que, más que encaminarlo hacia la cima, le sirvieron de agarradera en cada caída. Sí, el señor K fue un joven idealista y creyente -ingenuo- de todo: de sus sueños y del mundo entero. Pero sólo unas pocas piedras en el camino bastaron para convertir a ese impetuoso joven en lo que hoy en día -y siempre- llamamos un hombre maduro (nombre que adquiere uno con la suma de los años o, tempranamente, con la precoz experiencia). Sí, el señor K, ya congelados sus sueños, desplumado ese pecho de gorrión malevo, hoy no piensa en el hambre del mundo, ni en la injusticia ni en el sendero correcto, no, este hombre modelo hoy no ve más allá de lo que sus ojos permiten, como el caballo del cartonero, recortada su visión por el antifaz, camina recto por un sendero lleno de atajos y curvas que él ignora.
Y el señor K, entonces, sabe que un poco de vino le alegra la vida, que un telvisor más sería ideal para que su mujer vea las novelas mientras él se juega parte del sueldo en los burros, sabe que la vida es así, menos triste -no digo más bella porque no puede haber belleza en un mundo dominado por la maldad y la avaricia- menos patética si complace sus vanos, tontos deseos, que no son más que la herencia marchita de aquellos juveniles ideales y utopías. Lo hace aún sabiendo lo estúpido del ajetreo porque así podrá decir un día a sus nietos en su pulcro lecho de muerte: Hacé lo que te dicte el corazón pibe, seguí tus sueños, hacelos realidad como lo hice yo, mirá, un día quise una casa y una mujer, quise tener hijos y nietos y acá los tengo, sí pibe, vas a ver que no hay nada más lindo en la vida que hacer realidad los sueños -rápido se olvida uno de lo que pasó hace un tiempo, o pronto lo cubre con el polvo de otros recuerdos menos austeros.
!Qué más da, entonces! Ser un tonto o un sabio, cartonero o empresario... lo mismo da, si al fin y al cabo venimos y vamos al mismo lado, y ser un libertador de pueblos, un curador de enfermos, disipador de tristezas, de nada sirve todo esto, pues... ¿Qué hace el asesino con el pacifista? ¿Qué el que ve cómo le roban la cartera a una pobre vieja? ¿Qué hace, que alguién me diga, qué hace el niño al que se le da un pan o una porción de pizza? Nada mi amigo, nada hacen ni los buenos ni los malos, que la Injusticia es la unica reina de este mundo desde el principio de los tiempos o, al menos, desde el nacimiento de la Inteligencia animalmente humana.
Y no se olvide usted que todos somos guías dentro del común sendero, siempre y cuando no se cruce nuestra vida en el ajeno deseo.
Todo esto es producto del instinto animal humano de guiarse por la masa y de la estúpida moda y el propagandismo que sumergen a la Sociedad, mujer viciada y decrépita, en una fosa común en la cual se revuelca el hombre envuelto en multicolor afiche de verano o la propaganda política de un hipócrita... Pero esto es un estudio extenso en el que no deseo enredarme por el momento.
No pretendo que se le extienda la mano al pobre ni pretendo formar un séquito de santos, no se me malinterprete, que lo unico que estas palabras demuestran es la incompetente competencia del humano, abrir los ojos del que es ciego por descarte o porque la Sociedad lo ciega con su luz, que por lo brillante atrae a quien no se detiene un instante.
Ahora sí, vista de nuevo su prejuicio si lo desea, o camine ligero, como prefiera, pero eso sí, se lo ruego, si su amor propio aún vive... no se vista a la moda…


Movimiento Artístico Latinoamericano
www.maltino.blogspot.com

1 comentario:

  1. Permitamé señor vertir alabanzas sobre sus escritos con la relevancia que merecen.

    Quiero expresar mis agradecimientos más sinceros por sus historias, colmadas de sentimiento compartido por el más común de los mortales.

    Espero sepa disculpar mi intromisión en el afán de divulgar su obra, y aumentar así la cuantía de sus seguidores.

    Escritos de Andrés Bonvin

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